ÍNDICE
- La comunidad como tensión —y síntesis— entre seguridad y libertad
- Libertad: de jure y en los hechos
- La secesión de los triunfadores
- El gueto como referencia. Los globales y la seguridad
- La fractura cultural
- La “izquierda cultural” estadounidense
- Las comunidades virtuales
- La fluidez de las relaciones
- Comunidades artísticas y étnicas
- La batalla por la identidad
- El Estado-nación: entre la verdad y la ficción
- La cooptación cultural de la política y el Estado
- Ya no necesitan máscaras
- Esplendor y muerte del seguro social universal
- Ejércitos privados
- Espacio para el discernimiento
- El camino de la “integración”
EL LEGADO DEL SIGLO XX
En este trabajo me limito a relacionar entre sí los puntos salientes de algunas lecturas que creo nos ayudarían a comprender el sentido profundo de nuestro curso general de este año en el Instituto Hannah Arendt, titulado “Tiempo, dominio y libertad”.
Me guía la aspiración de reflexionar sobre el legado que el siglo XX nos deja en términos de valores, la evolución de los mismos, y a partir de ello rastrear algunos elementos para comprender mejor la dimensión de los interrogantes que se nos presentan de cara al siglo XXI.
Como sostiene Alain Badiou, el nazismo —y también el stalinismo, como “síntoma” del capitalismo— son una política, un pensamiento, y no sólo figuras del Mal. Al identificarlos como pensamientos, como políticas, nos damos los instrumentos para juzgarlos. Al contrario, al hipostasiar el juicio, terminaríamos por proteger su repetición. Lo mismo le cabe al nuevo “enemigo de la Humanidad”, la nueva “encarnación del Mal”: el terrorismo.
¿Cómo llamar los últimos veinte años del siglo XX sino segunda Restauración? Y aquí está la cuestión: toda restauración se horroriza ante el pensamiento.
Por eso, Slavoj Zizek intenta en “La suspensión política de la ética” hacer visible el fracaso de todos los intentos de redención. Reivindica el derecho a no participar en cuanto debate surja, a evitar la pseudo-actividad académica. Hoy la amenaza no es la pasividad, sino la pseudo-actividad, la urgencia de “estar activo”, de enmascarar la vacuidad de lo que ocurre.
Hay que “hacer” a toda costa, en lugar de “pensar” en qué es lo que se debe hacer.
La restauración se apoya en la creencia de que hay una violencia esencial. La mala violencia debe ser sucedida por la buena, legitimada por la primera. Es la fundación bélica de la paz: pondremos fin a la guerra mala por medio de la guerra buena.
Nadie creía en la paz entre 1918 y 1939. Hacía falta otra guerra, que sería verdaderamente la última. Mao Tsé Tung es, inclusive, una figura típica de esa convicción. Para obtener la “paz perpetua” es preciso inventar una nueva guerra, la “guerra revolucionaria”.
Badiou ve en el siglo XX un frente a frente de la destrucción y la fundación. Y en ese doble semblante, considera a Bertolt Brecht un personaje emblemático del siglo. Brecht es alemán, director de teatro, aliado del comunismo y contemporáneo del nazismo; pero desciende más directamente de Nietzsche que de Marx.
En sus tiempos, el siglo XX es el siglo del teatro como arte y el director, como pensador de la representación, sostiene una meditación muy compleja sobre las relaciones entre el texto, la actuación, el espacio y el público. Brecht se pregunta sobre la teatralidad de la política, cuál es, en la conciencia política, el lugar de la representación, de la puesta en escena. Y opone, a la estatización fascista de la política, la politización revolucionaria del arte.
Alude al nuevo papel asignado a las masas desde la revolución de 1917, a la “irrupción de las masas en la escena de la historia”. El siglo XX retoma la cuestión del coro y el protagonista, y su teatro es más griego que romántico. En respuesta al “desventurado romanticismo decimonónico” el siglo XX dice ¡Se terminaron los fracasos, ha llegado la hora de las victorias! Revolución es su nombre: octubre, China, Cuba, Argelia, Vietnam, reparan las masacres de junio de 1848 o de la Comuna de París.
Cualquiera sea la obra, Brecht trata de plantear la cuestión de la relación entre el personaje y el destino histórico. Un arte didáctico, un arte al servicio de la lucidez popular, un arte proletario.
“Sólo la violencia puede cambiar este mundo asesino.
Todavía no nos está permitido no matar.
No era fácil hacer lo que debía hacerse.
No han sido ustedes quienes lo condenaron, sino la realidad.”
“El hombre solo tiene su hora,
pero el Partido tiene muchas.
El hombre solo puede ser aniquilado,
pero el Partido no puede serlo
porque es la vanguardia de las masas
y libra su combate
con los métodos de los clásicos, tomados
del conocimiento de la realidad”.
Líneas pertenecientes a la escena 6 de “La medida”, una de las llamadas “piezas didácticas” de Bertolt Brecht, 1930. El romanticismo demanda a los otros. En Bretch, el nosotros demanda al yo.
Al final de El ser y la nada, Sartre dice en sustancia que la pasión del hombre invierte la pasión de Cristo: el hombre se pierde para salvar a Dios. Sin embargo, añade, la idea de Dios es contradictoria, de modo que el hombre se pierde en vano. De allí la famosa fórmula con que concluye el libro: “El hombre es una pasión inútil”.
Bretch se convertirá en un enorme hombre de teatro, porque este es el arte por excelencia de la simplificación, del poder estilizado. Brecht se pregunta qué nueva poética teatral tendrá la capacidad directa de educar al público sobre el problemático porvenir de la época. Finalmente lo hizo el cine.
Para crear algo indestructible hay que destruir mucho, como los escultores, que destruyen la piedra para que a través de sus vacíos se eternice una idea. Siglo XX, de las resistencias y las epopeyas, destructor sin remordimientos.
Para Brecht, uno de los síntomas de la descomposición es la ruina de la lengua (y uno de los síntomas de la ruina de la lengua es la descomposición), y habla de “el reino de la lengua fácil y corrompida, la del periodismo”. El asesinato es una suerte de ícono central. El final sólo está presente cuando enfrenta la alternativa de matar o ser matados. La tesis de la conjunción entre el asesinato y el desfallecimiento de la lengua es muy fuerte. En todo caso, es un emblema espectacular del siglo. Y el final llega cuando las figuras de la opresión “ya no necesitan máscaras, pues se ha instaurado la cosa misma”.
La mentira adquiere una importancia simbólica en el siglo, que se traduce en la relación entre la pasión de lo real y la necesidad del semblante, y que se debe desenmascarar.
Otro legado principal es el de Freud. Trátese de la histeria con Dora, de la obsesión con el Hombre de las Ratas, de la fobia con el pequeño Hans, de la paranoia con el presidente Schreber o de las fronteras de la neurosis y la psicosis con el Hombre de los Lobos, esos cinco estudios de Freíd son inexplicables “logros para siempre”.
El siglo XX es también el siglo del psicoanálisis, por su aporte al debilitamiento de las normas explícitas a través de las cuales se organizaba el saber de la sexualidad. La mujer discute con el hombre la autonomía de su sexualidad.
El siglo dio por tierra, en verdad, con una de las tesis clásicas sobre la infancia, por ejemplo la de Descartes, según la cual el niño no era sino una suerte de intermedio entre el perro y el adulto, y que, para que llegara a la jerarquía de hombre, era preciso adiestrarlo y castigarlo sin la menor vacilación. Fue Freud quien destacó que la infancia, muy lejos de cualquier “inocencia”, es una edad de oro de la experimentación sexual en todas sus formas.
1. La comunidad como tensión —y síntesis— entre seguridad y libertad
Los siguientes son conceptos del ensayo “Comunidad”, de Zygmunt Bauman. Para él, las palabras tienen significados, pero algunas palabras producen además una , y este es el caso de la palabra .
En una comunidad podemos discutir, pero son discusiones amables. Aunque nos guíe el mismo deseo de mejorar nuestra vida en común, puede que no estemos de acuerdo en cuál es la mejor forma de hacerlo. Pero nunca nos desearemos mala suerte y podemos estar seguros de que todos los que nos rodean nos desean lo mejor.
Contradicción entre seguridad y libertad. El privilegio de “estar en comunidad” tiene un precio: y sólo es inofensivo, incluso invisible, en tanto que la comunidad siga siendo un sueño. El precio se paga en la moneda de la libertad, denominada de formas diversas como “autonomía”, “derecho a la autoafirmación” o “derecho a ser uno mismo”. Elija uno lo que elija, algo se gana y algo se pierde. Perder la comunidad significa perder la seguridad; ganar comunidad, si es que se gana, pronto significaría perder libertad. La seguridad y la libertad son dos valores igualmente preciosos y codiciados que podrían estar mejor o peor equilibrados, pero que difícilmente se reconciliarán nunca de forma plena y sin fricción.
No podemos ser humanos sin seguridad y libertad; pero no podemos tener ambas a la vez, y ambas en cantidades que consideremos plenamente satisfactorias. Esa no es razón para dejar de intentarlo (ni de todos modos dejaríamos de hacerlo aunque lo fuera).
Ambas cualidades son, simultáneamente, complementarias e incompatibles; la probabilidad de que entren en conflicto siempre ha sido y siempre será tan alta como la necesidad de que se reconcilien. Aunque se han intentado múltiples formas de convivencia humana en el curso de la historia, ninguna ha logrado encontrar una solución impecable a esta tarea, que equivale a una auténtica “cuadratura del círculo”.
Promover la seguridad siempre exige el sacrificio de la libertad, en tanto que la libertad sólo puede ampliarse a expensas de la seguridad. Pero seguridad sin libertad equivale a esclavitud (y, además, sin una inyección de libertad, a fin de cuentas demuestra ser un tipo de seguridad sumamente inseguro); mientras que la libertad sin seguridad equivale a estar abandonado y perdido (y, a fin de cuentas, sin una inyección de seguridad, demuestra ser un tipo de libertad sumamente esclava). Esta circunstancia ha procurado a los filósofos una jaqueca sin cura conocida. También determina que convivir sea tan conflictivo, puesto que la seguridad sacrificada en aras de la libertad tiende a ser la seguridad de otra gente; y la libertad sacrificada en aras de la seguridad tiende a ser la libertad de otra gente.
La libertad y la comunidad pueden chocar y entrar en conflicto, pero un compuesto que carezca de uno de ambos elementos no constituirá una vida satisfactoria.
Hobsbawm: “hombres y mujeres buscan grupos a los que puedan pertenecer, de forma cierta y para siempre, en un mundo en que todo lo demás cambia y se desplaza, en el que nada más es seguro”.
Jonathan Friedman: en nuestro mundo en rápido proceso de globalización, “lo que no está ocurriendo es que las fronteras estén desapareciendo. Antes bien, parecen levantarse en cada nueva esquina de cada barrio en decadencia de nuestro mundo”.
2. Libertad: de jure y en los hechos
John Stuart Mill, emblema del pensamiento liberal, dice en “Principios de Política Económica”: “La suerte de los pobres, en todo cuanto les afecta colectivamente, debería ser regulada para ellos, no por ellos. Es el deber de las clases superiores pensar por ellos y tomar sobre sí la responsabilidad de su suerte para que puedan resignarse a una auténtica despreocupación y descansar a la sombra de sus protectores. Los ricos deberían estar in loco parentis (en el lugar del responsable) para los pobres, guiándoles y conteniéndoles como a niños.”
De qué valía la “seguridad” de los hebreos a quienes el Faraón les ordenó que siguieran fabricando ladrillos mientras les negaba la paja que necesitaban para producirlos. Nuestro gran desafío consiste en identificar la individualidad de jure que todas las personas compartimos, con el ejercicio de la individualidad de facto, capacidad que sólo distingue y de la que sólo gozan los triunfadores.
El siglo XX nos ubicó debajo de algunos paraguas protectores que nos ordenaban la vida: los bloques hegemónicos, el estado, el partido político. En respuesta, en cierta medida, al concepto marxista de alienación, dice Richard Senté: “la rutina puede degradar, pero también puede proteger, puede descomponer el trabajo, pero también componer una vida”.
Hoy estamos, en cambio, ante la “revolución gerencial”. El capital se independizó del trabajo. Como ya veremos con más profundidad, el seguro social universal ha desaparecido, y nos encontramos en “la sociedad del riesgo”; más bien, la vida del riesgo.
No sólo en nuestro país, sino más bien en todo el mundo, se han acabado las antiguas y amables tiendas de ultramarinos de la esquina, se ha acabado la amable filial del banco local, se ha acabado el amable cartero que llamaba a la puerta seis días a la semana y se dirigía a los habitantes por sus nombres… Lo que queda son las grandes almacenes y las franquicias que cambian su personal a un ritmo que reduce a cero las posibilidades de encontrar dos veces al mismo vendedor.
Un niño medio tiene varios conjuntos de abuelos y varios “hogares familiares” entre los que elegir. Ninguno de ellos se siente como el auténtico y “único” hogar.
Se ha acabado la certeza de que “volveremos a vernos”.
3. La secesión de los triunfadores
Dick Pountain y David Robins señalan lo “guay” (cool) como el síntoma mental y de carácter típico de la “secesión de los triunfadores”. Cuando lo “guay” se hizo súbitamente popular, extendiéndose como un incendio de monte bajo entre los hijos de la clase acomodada posterior a la Depresión, llevaba la máscara de la rebelión y de la renovación moral: era un símbolo del desvinculamiento militante respecto a un rancio establishment satisfecho del lugar al que le había llevado su pasado y al que se le iban acabando con rapidez las ideas nuevas.
La ética del trabajo por la ética del consumo. Guay es la forma de vivir del que sale de compras. El gusto personal se eleva a un ethos total; eres lo que te gusta y lo que, por tanto, compras.
Una vez que los compromisos son remplazados por encuentros fugaces, por pautas “hasta nuevo aviso” o “de una noche” (o un día), uno puede suprimir del cálculo los efectos que las propias acciones pueden tener en la vida de otros. El futuro puede ser tan evanescente e impenetrable como antes, pero al menos esta característica, por lo demás inquietante, no importa demasiado en una vida que se vive como una sucesión de episodios y como una serie de nuevos comienzos.
El mundo de la nueva elite (la “elite voladora”) ya no tiene “domicilio permanente”, a no ser el correo electrónico y el número de teléfono móvil. Sólo la extraterritorialidad garantiza una zona despejada de comunidad. Son ciudadanos del mundo que, casualmente, llevan pasaporte estadounidense. Consideran las fronteras nacionales y los estados-nación como algo cada vez más irrelevante para la acción principal de la vida en el siglo XXI: “los únicos a quienes les importan las fronteras nacionales son los políticos”. El “cosmopolitismo” ha nacido para ser selectivo. Es particularmente inadecuado para desempeñar el papel de una “cultura global”. Los cosmopolitas no son los apóstoles de un nuevo modelo de vida.
La gente ordinaria, los “nativos” firmemente vinculados al terreno, en caso de que intenten sacudirse las cadenas es probable que se encuentren en el “ancho mundo exterior” con funcionarios de inmigración hoscos y hostiles y no con recepcionistas de hotel de acogedora sonrisa. El mensaje del modo de ser “cosmopolita” es sencillo y terminante: no importa dónde estemos nosotros, lo que importa es que nosotros estemos allí. Aunque una buena pregunta sería: ¿los afectos permanentes no son también necesarios para ellos?
Peer Gynt, héroe de la pieza teatral de Visen estrenada en 1867, vive obsesionado con encontrar su verdadera identidad. Temía más que a cualquier otra cosa quedarse atascado en una identidad por el resto de su vida: “eso de no tener carril de retirada es una situación ante la que nunca claudicaré”, y lo concreta bailando todo el tiempo, practicando el arte total de arriesgarse. Para que dicha estrategia tenga fruto, Peer Gynt decide “cortar los vínculos que te unen a cualquier parte a tu hogar y a tus amigos. Incluso ser Emperador es un asunto cargado con el lastre de muchas obligaciones y coacciones”. Gynt sólo deseaba ser el “Emperador de la Experiencia Humana”. Al final de su larga vida, perplejo, triste y confundido, se pregunta: “¿dónde ha estado Peer Gynt todos estos años? ¿dónde he estado yo mismo, el hombre de verdad completo?” Sólo Solveig, el gran amor de su juventud que permaneció fiel a ese amor cuando su amante decidió convertirse en Emperador de la Experiencia Humana, pudo responder la pregunta…, y lo hizo. ¿Dónde estabas tú? “En mi fe, en mi esperanza y en mi amor”.
Los globales pueden permitirse los equivalentes de la haute cuoture que ofrece la industria de la seguridad. Los demás, no menos atormentados por el corrosivo sentimiento de la insoportable volatilidad del mundo, pero carentes ellos mismos de la volatilidad suficiente como para surfear sobre las olas, por lo general tienen menos recursos y tienen que optar por réplicas de producción en serie del arte de la alta costura.
4. El gueto como referencia. Los globales y la seguridad
Los votantes y las elites —una clase media entendida en sentido amplio en los EE.UU.— podrían haber abordado la alternativa de aprobar medidas gubernamentales para eliminar la pobreza, gestionar la rivalidad étnica e integrar a todo el mundo en instituciones públicas comunes. En lugar de esto, eligieron comprar protección, potenciando el desarrollo de la industria de seguridad privada.
Los mismos partidos, políticos, intelectualoides y profesores que ayer se movilizaron, con un éxito rápidamente observable, en apoyo del “menos gobierno” en lo que se refiere a las prerrogativas del capital y a la utilización del trabajo, demandan ahora, exactamente con el mismo fervor, “más gobierno” para enmascarar y contener las deletéreas consecuencias sociales en los segmentos inferiores del espacio social de la desregulación del trabajo asalariado y el deterioro de la protección social.
La “mano dura” contra el crimen, mediante la construcción de más prisiones y la imposición de la pena de muerte, es una respuesta demasiado corriente a la política del miedo. “Que se encierre a todo el mundo”, escuché decir a un hombre en el autobús, reduciendo de un plumazo la situación a su extremo ridículo. Otra respuesta es privatizar y militarizar el espacio público, haciendo las calles, los parques e incluso las tiendas más seguros, pero menos libres.
En este nuestro enclave social desregulado, fragmentado, imprevisible, los valores que evidentemente se pierden son la seguridad y también la confianza en uno mismo. El fundamentalismo ofrece estos valores, inculca un sentimiento de certidumbre, la sensación de tener un objetivo, de dar un sentido a la vida (o a la muerte), de poseer un lugar legítimo y dignificado en el esquema global de las cosas.
En el libro “Proteger o desaparecer”, Philippe Cohen menciona la violencia urbana entre las tres principales causas de ansiedad e infelicidad, junto con el desempleo y el desamparo en la vejez.
En definitiva, al espacio le aconteció una extraña aventura: perdió importancia a la vez que ganaba significado.
La nueva elite de poder global, extraterritorial, aborrece “el compromiso cuerpo a cuerpo”. Los proyectos de “alta civilización, alta cultura, alta ciencia, ya no están de moda.
Y dominar significa, más que ninguna otra cosa, tener la libertad de cambiar las propias decisiones cuando ya no le resultaran satisfactorias.
5. La fractura cultural
En los EE.UU. los abolicionistas, tan antiesclavistas como eran, no consideraban como iguales a los afroamericanos. En cambio, para el abolicionista radical John Brown, de Kansas, practicar el igualitarismo era el primer paso hacia la terminación de la esclavitud. En 1859, armó a los esclavos y dio comienzo a una violenta rebelión contra el Sur que, al cabo de 36 horas, fue derrotada. Brown fue llevado a prisión por una fuerza federal comandada nada menos que por Robert E. Lee y colgado el 2 de diciembre de aquel año.
John Brown es una figura que divide opiniones en la memoria colectiva estadounidense: “La razón por la cual las personas blancas piensan que estaba loco es porque era blanco y pretendía sacrificar su vida para poder liberar a los estadounidenses negros. Generalmente, los negros no creen que esté loco. Unos pocos afroamericanos lo consideraban un demente. Si sales hoy a la calle, ya sea que hables con un escolar, una mujer anciana o un profesor de colegio, si se trata de una persona afroamericana y les comentas acerca de John Brown, harán de afirmar que era un héroe pues pretendía sacrificar su vida —siendo un hombre blanco— para poder liberar a los estadounidenses negros. Si hablas con un estadounidense blanco, probablemente la misma proporción te dirá que estaba loco. Y por la misma razón, porque era un hombre blanco que pretendía sacrificar su vida para liberar a los estadounidenses negros. Lo mismo que lo hace parecer un loco a los estadounidenses blancos es lo que lo convierte en heroico para los estadounidenses negros” (Rusell Banks).
6. La “izquierda cultural” estadounidense
En los Estados Unidos, el país más rico del mundo, la renta de los jefes de las grandes empresas en 1999 era 419 veces superior a la de los trabajadores manuales, cuando sólo diez años antes era únicamente 42 veces superior.
Un elemento integrante de la idea de comunidad es la “obligación fraternal” de “compartir los beneficios entre sus miembros, con independencia de cuánto talento o cuán importantes sean”. Esta característica por sí sola convierte el “comunitarismo” en una “filosofía de los débiles”.
El aburguesamiento del proletariado blanco, que comenzó en la Segunda Guerra Mundial y continuó hasta la guerra de Vietnam, se ha detenido y el proceso se ha invertido. Ahora Estados Unidos proletariza a su burguesía.
El capitalismo ha terminado por generar “desecho humano”: humanos que ya no son necesarios para completar el ciclo económico y que por tanto, resultan imposibles de alojar en un marco social del que la economía capitalista se haga eco.
En su libro “Forjar nuestro país: el pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo XX” (Paidós, Barcelona, 1999), Richard Rorty escribe sobre la “izquierda cultural” estadounidense: se especializan en lo que denominan “políticas de la diferencia” o “políticas de la identidad” o “políticas del reconocimiento”. Esta izquierda cultural se toma más en serio los estigmas que el capital, las motivaciones psicosexuales profundas que la codicia descarada … y prefiere no hablar de dinero. Su enemigo principal es una estructura mental más que una estructura de relaciones económicas.
En el camino hacia la versión “culturalista” del derecho humano al reconocimiento, cae por la borda la tarea incumplida del derecho humano al bienestar y a una vida vivida con dignidad. Lo que se ha perdido de vista a lo largo del proceso es que la demanda de reconocimiento es impotente a no ser que la sostenga la praxis de la redistribución.
Respecto de la liviandad de este análisis de la izquierda cultural estadounidense, dice Zizek: “casi como una convención, en el discurso crítico y político actual la palabra “trabajador” ha desaparecido del vocabulario, sustituida u obliterada por “inmigrantes”: argelinos en Francia, turcos en Alemania, mexicanos en los Estados Unidos; de este modo la problemática clasista de la explotación de los trabajadores se transforma en la problemática multiculturalista de la “intolerancia de la Otredad”.
“Nuestra época, al menos por el lado de los pequeñoburgueses “occidentales”, es sin duda la de la ecología, el medio ambiente, la hostilidad de la caza, ya se trate de gorriones, ballenas u hombres. Es preciso vivir en nuestra “aldea planetaria”, dejar hacer a la naturaleza, afirmar por doquier los derechos naturales. Pues las cosas tienen una naturaleza que debemos respetar. Es importante descubrir y consolidar los equilibrios naturales. La economía de mercado, por ejemplo, es natural y hay que encontrar su equilibrio, entre algunos ricos desafortunadamente inevitables y los pobres desgraciadamente innumerables, así como conviene respetar el equilibrio entre los erizos y los caracoles.” (Badiou)
La modernidad líquida libera las fuerzas de cambio conforme al modelo de las bolsas o mercados financieros: las deja en libertad de “encontrar su propio nivel”.
A pesar de que la tesis de Francis Fukuyama sobre “el fin de la historia” cayó rápidamente en descrédito, seguimos aceptando en silencio que el orden global liberal-democrático capitalista es de algún modo el régimen social “natural” finalmente encontrado; seguimos concibiendo implícitamente los conflictos de los países del Tercer Mundo como una subespecie de las catástrofes naturales, o como conflictos basados en la identificación fanática con las propias raíces étnicas (¿y qué es “lo étnico” sino una nueva contraseña para lo natural?). Y una vez más, la clave de toda esta difundida renaturalización es estrictamente correlativa con la reflexivización global de nuestras vidas cotidianas.
Rorty ofrece una ruda descripción de los usos actuales de la antigua estrategia del divide et impera: “La meta será distraer a los proletarios con otras cosas y mantener al 65 % inferior de estadounidenses y al 95 % inferior de la población mundial ocupados con hostilidades étnicas y religiosas … si se evita que los proletarios piensen en su propia desesperación a través de la difusión de pseudo-acontecimientos creados por los —incluyendo guerras ocasionales y sangrientas— los superricos no tendrán nada que temer.” Cuando los pobres luchan contra los pobres, los ricos tienen los mejores motivos para alegrarse.
En nuestra época, tras la devaluación de las opiniones locales y la lenta pero imparable extinción de los “líderes locales de opinión”, quedan dos y sólo dos autoridades : la autoridad de los expertos, la gente “que sabe de verdad”, cuya área de competencia es demasiado vasta para que los no iniciados puedan explorarla y ponerla a prueba y la autoridad del número, basada en el supuesto de que cuanto mayor sea el número, menos probable es que se equivoque.
Proyectado su liderazgo intelectual sobre otras izquierdas, especialmente las del subdesarrollo, pareciera que nos hemos olvidado —o nos estamos olvidando— de ciertos y comprobados mecanismos perversos del capitalismo, a expensas de los derechos de las minorías, sin advertir que la exaltación de las desigualdades y su correlativa subestimación de tales derechos, derivan precisamente de aquella estructura. Por ello Bauman asocia el derecho al reconocimiento con el derecho a la redistribución. Y creo que esto vale tanto para las comunidades pequeñas como para el sistema de poder mundial.
7. Las comunidades virtuales
Las agendas de los teléfonos móviles sustituyen a las comunidades desaparecidas.
Por muy divertidas que sean estas comunidades virtuales, sólo crean una ilusión de intimidad y una pretensión de comunidad. No constituyen sustitutos válidos de meter tus rodillas debajo de la mesa, ver las caras de la gente y mantener una conversación real. Dichas comunidades virtuales tampoco pueden dar sustancia a la identidad personal, principal razón por la que nos lanzamos en su busca.
En los aeropuertos y en otros espacios públicos, la gente va de un lado a otro con auriculares de teléfonos móviles, solos y hablando en voz alta, como esquizofrénicos paranoicos que no se percatan de su entorno inmediato. La introspección es un acto que está desapareciendo. Enfrentándose a momentos de soledad en sus coches, en la calle o en las cajas de los supermercados, cada vez hay más gente que no recupera el dominio de sí mismo, sino que escudriña en los mensajes de sus teléfonos móviles en busca de la más mínima evidencia de que alguien, en alguna parte, puede necesitarles o quererles. Se trata del “consuelo de estar en contacto”.
Un hombre de veintiséis años de Bath, prefiere “citas por Internet” que bares de solteros porque si algo va mal, basta con apretar la tecla “delete”.
Para Bauman, los inventores y minoristas de “móviles visuales” diseñados para trasmitir imágenes, han calculado mal: no van a encontrar mercados masivos, por cuanto crean la necesidad de mirar al compañero de “contacto virtual”, de entrar en un estado de proximidad visual —por muy virtual que sea—. Esto privará a la charla de su principal ventaja. El contacto auditivo, en cambio, es un diálogo, pero felizmente libre de contacto ocular, esa cercanía que entraña todos los peligros de la traición involuntaria mediante gestos, mímica, expresión de los ojos. Aunque lo mejor es la “mensajería”, que elimina la simultaneidad y continuidad del intercambio. Atajando de cuajo que se convierta en un auténtico, y por tanto arriesgado diálogo, es lo que mejor colma el ansia de millones. Es la forma restringida, “saneada”, de relacionarse, de estar siempre pasando a otra cosa y comenzando de nuevo.
Aunque de todo esto, nos guste o no, es poco aconsejable echar la culpa a los aparatos electrónicos.
8. La fluidez de las relaciones (ver las fotocopias de págs. 69 a 72 que se anexan)
En un escenario fluido, no hay forma de saber si se producirá una inundación o una sequía, es mejor estar preparado para ambas eventualidades.
Culmina diciendo: si una vez andar de acá para allá constituyó un privilegio y un logro, entonces ya no resulta una cuestión de elección: ahora se convierte en un “tengo que”. Si alguna vez ir a toda marcha era una aventura estimulante, ahora se convierte en una faena agotadora. La gente vive “de un proyecto a otro”. Como advirtiera Ralph Waldo Emerson, “si patinas sobre una capa fina de hielo, tu salvación está en la velocidad”.
Se trata de una destreza al estilo Houdini. La estrategia adecuada para tratar con una jugadora tan evasiva y errática como la realidad presente es pagarle con la misma moneda… Se puede decir que don Juan es pionero de esta estrategia, del don de terminar de inmediato y de hacer borrón y cuenta nueva, de un estado de creación perpetua de sí mismo, que constituía una auténtica encarnación de la espontaneidad de la vida, héroe de la modernidad del aquí y el ahora, del instante fugaz.
En esa travesía permanente que Bauman hace de las relaciones interpersonales a las políticas y viceversa. (conviene leer directamente del texto las páginas 134 a 142)
Engels tituló una de sus obras liminares El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado. En la actualidad, parece que la “modernización” como dicen de tan buena gana nuestros maestros, consiste en ser un buen padrecito, una buena madrecita, un buen hijito, llegar a ser un ejecutivo eficiente, enriquecerse todo lo posible y dárselas de ciudadano responsable. Ahora la divisa es: “Dinero, Familia, Elecciones”.
Soportamos hoy la dominación de un individualismo artificial. El individuo lanzado a la búsqueda competitiva del éxito y la felicidad. Aun en el orden literario, la producción de biografías y autobiografías satura el mercado. Sólo se considera como digno de interés lo que los chinos, fascinados por las listas, habrían llamado “las tres relaciones”: con el dinero, con el éxito económico y social y con el sexo. Lo “moderno” es la generalización, como ideales del yo, de las tres relaciones en cuestión. He aquí no lo que es, sino aquello que, con una especie de encarnizamiento vindicativo, se procura imponernos como deber ser.
Por su parte, el sociólogo francés Michel Maffesoli ve, en remplazo de los grandes valores que compusieron el modernismo —la fe en el futuro, en el progreso, el predominio de la razón— la acentuación del presente. El mito de Prometeo, dios del progreso, abrió sus puertas al de Dionisos, dios de la fiesta...
Para Maffesoli, cuando en el siglo XVIII se crea la palabra “social” y se construyen los conceptos de “cuerpo social” y “contrato social”, se llega al punto culminante del modernismo, ya que se trata de nociones profundamente racionales. No se trata de congregaciones humanas “naturales”, como luego reafirmará Bauman. Ahora, en cambio, asistimos al retorno de las tribus. Y de sus habitantes nómades. Tribus sexuales, musicales, artísticas, deportivas, culturales, religiosas; lo que para Bauman son “comunidades”, e incluso “guetos”.
Por su parte, la palabra “política” quería decir “cómo vivir con los demás en la polis, cómo convivir”. La clave del descreimiento en la política es que ésta ya no designa a la administración de la polis, sino que designa algo tan abstracto que ha dejado de tener sentido para el hombre común. Este descreimiento —por lejanía— de la política tradicional, ha dejado su lugar a los localismos.
De estas lecturas resurge el concepto de “polis” podría constituirse en la intersección buscada, una suerte de equilibrio entre la fluidez y la certeza, aquella formación sociopolítica cuyos límites están dados por el reconocimiento de cada ciudadano por parte de la autoridad, así como el reconocimiento de la autoridad por parte del ciudadano. Esto debe marcar los límites de la futura organización política, con conexiones de carácter profundamente éticas entre cada una de estas ciudades-estado, unidas, además, por lazos de integración superior, como los bloques regionales. Maffesoli denomina a esta intersección “cenestesia”, esto es, ajuste, equilibrio...
9. Comunidades artísticas y étnicas
En lo que Bauman llama las “comunidades artísticas”, los ídolos conjuran la “experiencia de comunidad” sin una comunidad real.
En el mundo contemporáneo parece haber una destacada excepción al proceso aparentemente imparable de desintegración de las comunidades de tipo ortodoxo: las denominadas “minorías étnicas”. Sin embargo, éstas son en primer lugar y ante todo, productos de un “confinamiento desde el exterior”. Dentro de las fronteras del estado no había lugar más que para un idioma, una cultura, una memoria histórica y un sentimiento patriótico. En este caso, “comunidad” equivale a aislamiento.
Un gueto, tal como lo define Loïc Wacquant, combina el confinamiento espacial con el social. Podemos decir que las cárceles son guetos con muros, en tanto que los guetos son cárceles sin muros. La vida del gueto no sedimenta, necesariamente, una comunidad; el gueto supone, por el contrario, la imposibilidad de la comunidad. Si ha de existir una comunidad en un mundo de individuos, sólo puede ser (y tiene que ser) una comunidad entretejida a partir de compartir y del cuidado mutuo; una comunidad que atienda a y se responsabilice de la igualdad del derecho a ser humanos y de la igualdad de posibilidades para ejercer ese derecho.
En un concepto muy similar al de Norberto Bobbio, cómo lograr la unidad en (¿a pesar de?) la diferencia y cómo preservar la diferencia en (¿a pesar de?) la unidad.
10. La batalla por la identidad
Para Bauman, “Identidad”, donde quiera que se oiga dicha palabra, se puede estar seguro que hay una batalla en marcha. El hogar natural de la identidad es un campo de batalla. Hoy, la identidad intenta reafirmarse en la crisis de lo multicultural o en el fundamentalismo islámico, o también cuando internet facilita la expresión de identidades de confección.
La identidad es lo que posibilita anular los efectos planetarios de la globalización y de utilizarlos de una manera positiva, operación que define como “optimismo del pensamiento y pesimismo de la voluntad”. Volver al ágora. Ágora como espacio de reflexión y debate, exactamente lo contrario del parloteo público de esos programas televisivos de entrevistas, interminables e inmutables, a los que tanto nos hemos acostumbrado.
En última instancia, los diversos fundamentalismos religiosos no constituyen otra cosa que una transposición de la identidad al campo de la política ejercida por cínicos aprendices de brujo. La decepción que hay detrás de esta transposición sólo se puede destapar si se reconstruye el paso de la dimensión individual, que siempre tiene la identidad, a su codificación como convención social.
11. El Estado-Nación: entre la verdad y la ficción
Instalados ya en el corazón de su libro “Identidad”, cuenta Bauman que en ocasión de un censo previo a la última guerra mundial, los inspectores estaban adiestrados para recoger información sobre la nacionalidad de cada súbdito del Estado polaco. Sin embargo, fallaron casi en un millón de casos: la gente a la que interrogaron ni siquiera era capaz de captar lo que era una “nación” ni qué significaba “tener una nacionalidad”. “Somos lugareños”, “somos de este sitio”, “somos de aquí”, “me siento de aquí”, respondían.
Pese a cuestionar fuertemente la asociación de los conceptos identidad y nacionalidad, Bauman —de ascendencia judía, nacido en Polonia— reconoce que “odiar a los antisemitas polacos más que a los antisemitas de cualquier otro país” era la prueba más poderosa de su idiosincrasia polaca. Yo diría, más bien, nacional.
Cuando, con los primeros signos de la desaparición inminente del Estado yugoslavo, el polvorín balcánico, el mundo conocido salta en pedazos uno de los efectos más inquietantes y desalentadores es la pila de escombros que tapan los límites y la lluvia de basura y chatarra que destroza las señales. No se temía ni odiaba a los aspirantes a víctimas por ser diferentes, sino por no ser lo bastante diferentes y mezclarse con demasiada facilidad con la multitud. Se requiere de la violencia para hacer que sean espectacular, inconfundible y descaradamente diferentes.
De todos modos, la idea de “identidad nacional” ni se gesta ni se incuba en la experiencia humana “de forma natural”, ni emerge de la experiencia como un “hecho vital” evidente por sí mismo.
La severidad de las exigencias emanadas de las autoridades del Estado, en la etapa de su mayor apogeo, era reflejo de la endémica e incurable precariedad de la tarea de construcción y mantenimiento de la nación. La “naturalidad” de suponer que la “pertenencia por nacimiento” significaba, automática e inequívocamente, pertenecer a la nación, era una convención meticulosamente construida; la apariencia de “naturalidad” podía ser cualquier cosa menos “natural”.
Globalización significa que el Estado ya no tiene peso ni ganas para mantener su matrimonio sólido e inexpugnable con la nación. Ambos cónyuges se arrastran hacia el ahora modelo político de moda, el de las “parejas medio independientes”. Aunque no se puede estar en contra de la globalización, como no se puede estar en contra de un eclipse de sol.
Como dice Lacan en una gráfica fórmula, lo que hay son “granos de real”. Sólo hay múltiples procedimientos de verdad, múltiples secuencias creativas, y nada que disponga entre ellos una continuidad. La fraternidad misma es una pasión discontinua. En rigor, no existen sino “momentos” de fraternidad. Los protocolos de legitimación representativa intentan hacer continuo lo que no lo es, dar a secuencias dispares un nombre único, de hecho extraído de objetividades ficticias, como “gran dirigente proletario” o “gran fundador de la modernidad artística”.
12. La cooptación cultural de la política y el Estado
Thomas Frank describió adecuadamente la paradoja del conservadorismo populista estadounidense actual, cuya premisa básica es la brecha entre los intereses económicos y las cuestiones “morales”. Es decir, la oposición económica de clase (granjeros pobres – obreros vs. Abogados, banqueros, grandes compañías) es transpuesta/codificada en la oposición de los estadounidenses verdaderamente honestos y cristianos y que trabajan duro contra los liberales decadentes que toman leche y manejan autos extranjeros, defienden el aborto y la homosexualidad, se burlan del sacrificio patriótico y del simple modo de vida “provincial”, etc. De este modo, el enemigo es percibido como el “liberal” quien, por medio de intervenciones estatales federales (desde el transporte escolar a ordenar que se enseñe la teoría evolucionista de Darwin y por medio de sus perversas prácticas sexuales), pretende debilitar el auténtico modo de vida estadounidense. En consecuencia, el principal interés económico es desembarazarse del Estado fuerte que llena de impuestos a la población que trabaja duro para poder así financiar sus intervenciones regulatorias —el programa económico mínimo es por lo tanto “menos impuestos, menos regulaciones”—.
El Estado, junto a la ONU, es un agente del Anticristo: arrasa con la libertad del creyente cristiano, quitándole la responsabilidad moral de guardián, y de ese modo debilita la moral individual que hace de cada uno el arquitecto de su propia salvación. ¿Cómo combinar esto con la inédita explosión de los aparatos del Estado en el gobierno de Bush?
El resultado es una simbiosis: a pesar de que la “clase dominante” está en desacuerdo con el programa moral populista, tolera su “guerra moral” como un modo de mantener bajo control a las clases más bajas, es decir, permitirles articular su furia sin perturbar sus intereses económicos (en la Argentina es Hadad).
Y en definitiva, el Estado ya no regula las corporaciones, sino que ha sido cooptado por ellas.
Como la autoridad ejecutiva que se ha convertido en independiente, Bonaparte siente que su tarea es salvaguardar el “orden burgués”. Pero la fuerza de este orden burgués reside en la clase media. Por lo tanto, se postula como representante de la clase media y lanza decretos en ese sentido. Sin embargo, logró ser alguien únicamente porque ha quebrado el poder de esa clase media y continúa deteriorándolo diariamente. Cuando nos enfrentamos a dos o más grupos socioeconómicos, su interés común sólo puede ser representado bajo la forma de la negación de su premisa compartida: el común denominador de las dos facciones realistas no es el realismo sino el republicanismo. (no me resigno, pero por eso el republicanismo ha fracasado, no como arquitectura institucional, sino como defensa de intereses). Y, del mismo modo —dice Zizek—, el único agente político que representa consecuentemente los intereses del capital como tal, en su universalidad, por encima de sus facciones particulares, es la socialdemocracia de la Tercera Vía.
13. Ya no necesitan máscaras
Helio Jaguaribe apunta que, para justificar una intervención militar la elite tecnocrática del poder de los EE.UU. requiere como condición necesaria “la previa demonización del adversario ante la opinión pública estadounidense, de modo de que ésta tolere una cierta tasa de víctimas civiles en las sociedades atacadas. Siempre intentará conseguir instalar la idea de que el debate se identifica con disenso, el disenso con subversión y la subversión con traición o falta de patriotismo. Además, le resulta extremadamente conveniente, para este fin, contar con la autocensura de la prensa”.
En cuanto al telón de fondo institucional de los “excesos” de Abu Ghraib, ya a comienzos de 2003, el gobierno de los Estados Unidos, en un memo secreto, aprobaba un conjunto de procedimientos para colocar a los prisioneros de la “Guerra del Terror” bajo presión física y psicológica y asegurarse así su “cooperación” (el memo usa un magnífico lenguaje a lo Orwell: la larga exposición a una luz fuerte es llamada “estimulación visual”…). Esta es la realidad de la despreciable declaración de Rumsfeld, un par de meses antes, de que las reglas de la Convención de Ginebra estaban “desactualizadas” respecto a la guerra actual.
En un debate reciente en la NBC acerca del destino de los prisioneros de Guantánamo, uno de los argumentos para la validez ético-legal de su estatus era que “son aquellos a los que no alcanzaron las bombas”: dado ue eran el blanco de los bombardeos estadounidenses y habían sobrevivido por casualidad, y, considerando que este bombardeo formaba parte de una operación militar legítima (recordar lo que decía Jaguaribe sobre la “tolerancia de los estadounidenses a cierta tasa de víctimas en las sociedades atacadas”), no se puede condenar su destino al haber sido tomados como prisioneros después del combate; cualquiera fuera su situación, es mejor, menos severa que estar muerto… Este razonamiento dice más de lo que pretende: coloca al prisionero casi literalmente en la posición del muerto vivo, aquel que de cierto modo ya ha muerto (su derecho a la vida se ha perdido por ser blanco legítimo de bombardeos fatales), de manera que ahora se ha convertido en lo que Giorgio Agamben llama homo sacer, aquel que puede ser asesinado con impunidad pues, a los ojos de la ley, su vida ya no importa.
Dice Zizek (no lo comparto, pero el relato es interesante) que existe un vago parecido con la película Doble riesgo: si uno es condenado por matar a A y más tarde, tras cumplir la condena y ser liberado, se descubre que A sigue vivo, ahora lo puede matar impunemente dado que no se puede condenar dos veces a alguien por el mismo acto.
El “choque entre las civilizaciones” árabe y estadounidense no es un choque entre la barbarie y el respeto a la dignidad humana, sino un choque entre la tortura brutal anónima y la tortura como un espectáculo mediático en el cual los cuerpos de las víctimas sirven de anónimo telón de fondo para los rostros estúpidamente sonrientes —“inocentes estadounidenses”— de los propios torturadores. Al mismo tiempo, se tiene aquí una prueba de que, para parafrasear a Walter Benjamín, todo choque de civilizaciones es el choque de las barbaries subyacentes.
14. Esplendor y muerte del seguro social universal
El aburguesamiento del proletariado llevó a la proletarización de la clase media.
En los “gloriosos treinta años” de reconstrucción de posguerra y de “pacto social”, la solución británica al dilema de la integración social parecía efectivamente inevitable y, tarde o temprano, irresistible. Después de todo, la esencia del credo liberal tuvo como consecuencia que, para convertirse en ciudadano de pleno derecho de la república se necesita poseer los recursos que liberan tiempo y energía de la lucha por la mera supervivencia. La capa más baja de la sociedad, los proletarios, carecían de tales recursos y era inverosímil que los obtuvieran por sus propios medios y ahorros, de forma que correspondía a la propia república garantizar la satisfacción de sus necesidades básicas, para que así pudieran integrarse en la asamblea de ciudadanos. Era el “estado de bienestar” de Thomas Marshall, el “Estado social”.
Sólo treinta años después de que Lord Beveridge diera los últimos toques al anteproyecto de seguro colectivo contra la desgracia individual, fue precisamente la seguridad en sí misma de la “mayoría satisfecha”, lo que le impulsó a retirar su apoyo al principio fundamental del Estado social —el del seguro colectivo contra la desgracia individual—. Paradójicamente, fue el pasmoso éxito del Estado social lo que resultó albergar el germen de su deterioro.
En estos párrafos reside la explicación del concepto “el aburguesamiento del proletariado condujo a la proletarización de la burguesía”: tras haber alcanzado un nivel de auténtica abundancia de recursos, una posición desde la que un amplio abanico de oportunidades actúa de ensueño para todos los que dispongan de medios suficientes, dicha mayoría propinó una patada a la escalera sin la que resultaría azaroso o completamente imposible alcanzar semejante cima.
El proceso poseía impulso y aceleración propios. El viraje del sentimiento popular tuvo como resultado el recorte de la protección que un Estado social que ya no incluía a todos podía brindar. En primer lugar, el principio del seguro colectivo como derecho universal de todos los ciudadanos fue, mediante la práctica de una “prueba de medios”, sustituido por una promesa de asistencia, sólo dirigida a quienes no pasaran la prueba de recursos y de autosuficiencia y, por tanto, de manera implícita, la prueba de ciudadanía y de “humanidad completa”. La dependencia de las dádivas de la asistencia social se convirtió así, no ya en derecho del ciudadano, sino en estigma que la gente con amor propio trataría de evitar. En segundo lugar, según la norma de que la prestación para gente pobre es una pobre prestación, los servicios de asistencia social perdieron además la mayor parte de su antiguo atractivo. Ambos factores añadieron animosidad, velocidad y volumen para que la “mayoría satisfecha” se hurtara a la alianza “allende la izquierda y la derecha” en apoyo del Estado social. Lo que condujo a su vez a una limitación mayor, a una retirada progresiva de prestaciones sociales posteriores y a una incapacitación total de la institución de la Seguridad Social, hambrienta de fondos (Bauman).
A todo esto, lógicamente, hay que sumar la revolución tecnológica.
15. Ejércitos privados
En un trabajo distribuido por el CARI, Martín Chahab efectúa un original análisis de la evolución de los conflictos armados durante el siglo XX.
Hasta 1990, las guerras se llevaron del planeta alrededor de 87 millones de vidas. En cambio, entre 1990 y 2003 murieron 3 millones de personas. Desde esta perspectiva, se podría concluir en que cuanto menor sea la cantidad de Estados que concentren poder en las relaciones internacionales, menos bajas se producirán en el mundo.
No obstante, desde la finalización de la guerra fría, se incrementaron los conflictos intraestatales. Es decir, mientras más paz formal hay entre los Estados del sistema internacional, hay más guerra dentro de sus propias sociedades.
Otra afirmación que cuestiona el trabajo es: mayor desarrollo tecnológico, más comercio mundial, menos guerras interestatales, menor cantidad de víctimas fatales.
Históricamente, las guerras entre Estados han tenido por objeto el territorio, la ideología, el poder regional o internacional. Pero en estos tiempos, los conflictos armados adquieren mayor crueldad, irracionalidad, sofisticación y extralimitación, a la vez que se implican en ellos nuevos actores. La crisis del Estado-nación expresa la supremacía de los poderes económicos por sobre la autonomía política estatal por el dominio de los recursos naturales. Y estos nuevos actores cuentan con poderosos ejércitos privados, a los que alimentan con sus voluminosos capitales. La actual administración de los EE.UU. es un emergente de este dispositivo, una fase de avanzada en el proceso de cooptación del Estado político por los conglomerados económico-financieros.
Diez años después del Mayflower llegó a la “Nueva Inglaterra” el más importante de los contingentes, en 1630, bajo el mando de John Winthrop, quien se imaginaba a sí mismo como un “nuevo Moisés” con la misión de crear el reino de Dios sobre la tierra. Hoy eso es el “choque de civilizaciones”, como excusa. Pero en los hechos, la única conclusión válida e irrefutable es que el mundo experimentó en las últimas tres décadas el crecimiento exponencial de la pobreza, y más pobreza significa, lisa y llanamente, más violencia.
16. Espacio para el discernimiento
¿En un contexto como el descrito, le queda espacio a una comunidad nacional como la Argentina, para el discernimiento?
Marcelo Gullo, un politólogo argentino graduado en Rosario y con estudios en Madrid y Ginebra, esgrime la siguiente idea: la derrota de Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo O´Higgins y José Artigas sella el proyecto inglés de fragmentación y hace que la América española pase de la unidad a la dispersión. Distinta es la suerte de la América lusitana que logra, mediante la fórmula monárquica y teniendo al ejército como columna vertebral del Estado, contener las fuerzas que pujaban hacia la fragmentación territorial.
Sin embargo, en algo será igual el destino de las dos Américas, la lusitana y la hispánica: ambas se incorporarán a la economía internacional como proveedoras de materias primas e importadoras de productos industriales.
En este sentido, cita a Arturo Jauretche: “puede decirse que la verdadera independencia de Estados Unidos se resolvió en los campos de batalla de Gettysburg”.
Siguiendo a Toffler (“La guerra del futuro”), describe un mundo totalmente dividido no en dos sino en tres civilizaciones tajantemente separadas, en contraste y competencia: la primera, simbolizada por la azada, la segunda por la cadena de montaje y la tercera por el ordenador. En esta nueva estructura de un mundo “trisecado” también resulta claro quién ostenta el poder. En el mundo “trisecado” de los próximos años, las naciones de la primera ola proporcionarán los recursos agrícolas y mineros, las naciones de la segunda ola suministrarán la mano de obra barata y se encargarán e la producción en serie y de las industrias contaminantes que las naciones del centro del poder mundial no quieren tener en sus territorios ni cerca de éstos. Las naciones de la tercera ola venderán toda clase de tecnología de punta: aeronáutica, nuclear, informática… así como información e innovación, instrumental médico de alta complejidad, medicamentos sofisticados, gestión, cultura, educación, adiestramiento y servicios financieros. Se perfila, así, en el horizonte de largo plazo, un nuevo tipo de subdesarrollo: el “subdesarrollo industrial”, es decir, la existencia de un grupo de países industrialmente dotados pero, paradójicamente, subdesarrollados, o sea, sin “poder real” en la escena internacional. Países “neosubdesarrollados”, dependientes y sin capacidad de realizar una política autonómica.
La esencia del poder estadounidense contemporáneo radica en el simple hecho de que las trece colonias independizadas de Inglaterra no sólo supieron mantener la unidad sino que, lanzándose a la conquista del oeste y a la guerra contra México, pudieron construir un Estado continente. Pero ese Estado continente —al rechazar la clase dirigente norteamericana la teoría de la división internacional del trabajo y el libre cambio que le proponía su madre patria Inglaterra— no sería, simplemente, un gigante agrícola-ganadero, sino un gigante industrial.
17. El camino de la “integración”
Los medios de comunicación en el MERCOSUR deben ser portadores de un nuevo ideal humanista que le devuelva al hombre el sentido de la vida y la existencia. El mayor desafío para el MERCOSUR consiste en la preservación de su identidad cultural humanista. Una identidad que privilegie el “ser” por sobre el “tener”. Este concepto está muy elaborado por el gran Helio Jaguaribe.
Si la tercera ola es la de la dominación cultural, la autonomía cultural, por contraposición, es la condición necesaria para la autonomía política y el desarrollo económico.
La herencia de los valores dejados por los colonos fundadores hace que Estados Unidos sea un imperio formado por un pueblo llano que no quiere que su país sea un imperio. Un pueblo idealista y democrático que carece de vocación imperial, en un Estado en trance de convertirse en imperio universal. Un pueblo que no quiere ser imperio, en un imperio en construcción.
“Dominio informal”, que permite a los Estados vasallos la apariencia de ser soberanos. Sobre el concepto de “aldea global” apunta sagazmente Román Gubert: “en las aldeas, los flujos de comunicación son multidireccionales”.
López Quintás sostiene que en la nueva sociedad se domina a las personas y a los pueblos por vía del asedio interior, no desde fuera mediante la violencia, sino desde dentro, a través de los recursos de la sugestión y la fascinación. Con tales recursos taimados se puede despojar al hombre de sus defensas espirituales, de su capacidad de mantener su propia identidad, sin que advierta el expolio que ello significa. Revolución anestésica del centro imperial.
“El modelo panóptico de dominación que utilizaba la vigilancia y el control hora a hora y la corrección de la conducta de los dominados como su estrategia principal —dice Bauman— está siendo rápidamente desmantelado y deja paso a la autovigilancia y autocontrol por parte de los dominados, algo que es tan eficaz para suscitar el tipo de conducta “correcta” (funcional para el sistema) como el antiguo método de dominación... sólo que considerablemente menos costoso. En lugar de columnas en avance, enjambres.
A diferencia de las columnas en avance, los enjambres no requieren sargentos ni cabos; los enjambres encuentran su camino infaliblemente sin los oficiales del estado mayor ni sus órdenes de marcha. Nadie conduce a un enjambre hacia los prados floridos, nadie tiene que reconvenir y sermonear a los remolones, ni fustigarlos para que vuelvan a la fila. Quien quiera mantener a un enjambre centrado en su objetivo debe atender a las flores del prado, no a la trayectoria de la abeja individual.”
La gran paradoja de los años 90, tanto en Brasil como en la Argentina, consistió en que gobiernos democráticamente elegidos ejecutaron el proyecto imperial para la periferia. Se explica con los años 70.
Gullo plantea el ALCA desde una perspectiva muy inteligente. Desde el punto de vista histórico-político el continentalismo aparece como el paso necesario, como la etapa previa al universalismo, es decir, a la conformación de un Estado mundial. Hoy, producto de la evolución histórica, se perfila ya la convivencia en equilibrio inestable de un “nosotros nacional”, un “nosotros continental” y un “nosotros” universal. Se nos presenta así la cuestión de qué grado de soberanía deben delegar los Estados nacionales en los organismos continentales y supranacionales que se vayan constituyendo. Recordemos que el objetivo de la política es el bien común. Existe, entonces, necesariamente, un bien común universal, un bien común continental y un bien común nacional. ¿Cuánta soberanía se debe delegar entonces, y en qué casos? La respuesta es simple: toda, en aquellos aspectos en que esa delegación pueda contribuir al bien común continental o al bien común universal, pero es preciso saber distinguir, en cada caso, si se trata del bien común continental-universal o de los intereses nacionales de la potencia hegemónica, disfrazados con el ropaje del bien común universal o continental.
Sigamos reivindicando, finalmente, la fórmula de Gandhi: “sé tú el cambio que te gustaría ver en el mundo”. Es la actitud básica del cambio emancipatorio.
LECTURA 1. “La fluidez de las relaciones”, Zygmunt Bauman, “Identidad”, págs. 69 - 72.
“Las promesas de compromiso no tienen sentido a largo plazo... Como otras inversiones, están sujetas a altibajos”. Así, si usted desea “relacionarse”, “pertenecer” por el bien de su propia seguridad, mantenga las distancias. Si usted espera y desea realización a partir de la convivencia, no se comprometa ni pida compromisos. Mantenga todo el tiempo todas las puertas abiertas.
La abundancia de compromisos en oferta, pero aún más la fragilidad evidente de todos ellos, no inspira confianza en inversiones a largo plazo en el campo de las relaciones íntimas y personales. Tampoco inspira seguridad en el lugar de trabajo, donde la posición social solía definirse y donde la gente se sigue ganando la vida, así como adquiriendo o perdiendo el derecho a la dignidad personal y al respeto social. En un artículo reciente, Richard Sennett señala que “un lugar de trabajo flexible tiene pocas posibilidades de convertirse en el sitio en el que uno quiera construir su nido”[1]. Al mismo tiempo, si la duración media de un contrato laboral (“proyecto”) en las unidades de alta tecnología más avanzadas de lugares como el tan admirado Silicon Valley es de unos ocho meses, esa solidaridad de grupo que solía proporcionar el caldo de cultivo de la democracia no tiene tiempo de echar raíces ni de madurar. Hay pocos motivos para esperar reciprocidad en la lealtad que uno profesa a un grupo o a una organización. Es poco aconsejable (“irracional”) brindar semejante lealtad a crédito cuando es improbable que le paguen a uno con la misma moneda.
De ahí la creciente demanda de lo que podríamos llamar “comunidades de guardarropa”, que nacen al ser invocadas, aunque sólo sea de forma fantasmal, al colgar nuestros problemas individuales, como hacen los aficionados al teatro con sus abrigos, en una habitación. Cualquier acontecimiento chocante al que se da bombo y platillo puede proporcionar una oportunidad para hacerlo: un nuevo enemigo público que sube al número uno de la lista; un estimulante partido de fútbol; un crimen inteligente o cruel, especialmente sometido a una “sesión fotográfica protocolaria periodística”; el primer pase de una película recibida con muchas alharacas, o un matrimonio, divorcio o desgracia de un famoso que acostumbra a estar en candelero. Las comunidades de guardarropa se improvisan durante el tiempo que dura el espectáculo y se vuelven a desmantelar enseguida una vez que los espectadores recogen sus abrigos de los percheros del guardarropa. Su ventaja sobre “la cosa real” es precisamente su vida útil breve y la mezquindad del compromiso requerido para formar parte (por muy fugazmente que sea) y disfrutar de ella, pero se diferencia de la calidez soñada y de la comunidad solidaria igual que las copias en serie que se venden en unos grandes almacenes de una calle principal se diferencian de los originales de haute coûture...”
LECTURA 2, “Esplendor y muerte del seguro social obligatorio”, Zygmunt Bauman, “Identidad”, p. 96 - 98.
“Paradójicamente, la seguridad en sí misma de la “mayoría satisfecha” que le impulsó a retirar su apoyo al principio fundamental del Estado social –el del seguro colectivo contra la desgracia individual- fue el resultado del pasmoso éxito del Estado social. Tras haber alcanzado un nivel de auténtica abundancia de recursos, una posición desde la que un amplio abanico de oportunidades actúa de señuelo para todos lo que dispongan de medios suficientes, dicha mayoría propinó una patada a la escalera sin la que resultaría azaroso o completamente imposible alcanzar semejante cima.
El proceso poseía impulso y aceleración propios. El viraje del sentimiento popular tuvo como resultado el recorte de la protección que un Estado social que ya no incluía a todos podía brindar. En primer lugar, el principio de seguro colectivo como derecho universal de todos los ciudadanos fue, mediante la práctica de una “prueba de medios”, sustituido por una promesa de asistencia, sólo dirigida a quienes no pasaran la prueba de recursos y de autosuficiencia y, por tanto, de manera implícita, la prueba de ciudadanía y de “humanidad completa”. La dependencia de la dádivas de la asistencia social se convirtió así, no ya en derecho del ciudadano, sino en estigma que la gente con amor propio trataría de evitar. En segundo lugar, según la norma de que la prestación para gente pobre es una pobre prestación, los servicios de asistencia social perdieron además la mayor parte de su antiguo atractivo. Ambos factores añadieron animosidad, velocidad y volumen para que la “mayoría satisfecha” se hurtara a la alianza “allende la izquierda y la derecha” en apoyo del Estado social. Lo que condujo a su vez a una limitación mayor, a una retirada progresiva de prestaciones sociales posteriores y a una incapacitación total de la institución de la Seguridad Social, hambrienta de fondos.”
LECTURA 3. “La fluidez de las relaciones”, Zygmunt Bauman, “Identidad”, págs. 134 a 142.
“Creo que Erich Fromm captó el dilema en su esencia cuando observó que “la satisfacción en el amor individual no se puede alcanzar...sin verdadera humildad, valentía, fe y disciplina”. Pero añadía enseguida, con tristeza, que, “en una cultura en la que dichas cualidades son raras, la consecución de la capacidad de amar debe seguir siendo un extraño logro”[2]. Amar significa estar decidido a compartir y a mezclar dos biografías, cada una con su diferente carga de experiencias y recuerdos y su propia singladura. Por la misma razón, significa un acuerdo cara al futuro y, por tanto, cara a ese gran desconocido. En otras palabras, como observó Lucano hace dos milenios y repitió Francis Bacon muchos siglos después, significa entregar rehenes al destino. También hacerse dependiente de otra persona dotada con una libertad parecida para elegir y con voluntad para mantener dicha elección, y, por tanto, de otra persona llena de sorpresas, imprevisible.
Terminamos con una paradoja. La esperanza de encontrar una solución guió nuestro inicio sólo para toparnos con nuevos problemas. Buscamos amor para encontrar socorro, confianza, seguridad, pero los aciagos y tal vez interminables trabajos de amor gestan a su vez confrontaciones, incertidumbres e inseguridades. En el amor no hay apaños rápidos, soluciones de una vez por todas, seguridad alguna de perpetua y total satisfacción, no hay garantía de que te devuelven el dinero en caso de que la satisfacción total no sea instantánea y en estado puro. Todos esos mecanismos anti-riesgo de pago que nuestra sociedad de consumo nos ha acostumbrado a esperar no se dan en el amor. Pero malcriados por los tenderos, que nos han atiborrado de promesas, hemos perdido la habilidad requerida para enfrentarnos a los riesgos y atajarlos nosotros solos. Así que tenemos tendencia a aplanar a golpes nuestras relaciones amorosas al estilo “consumista”, el único en el que nos sentimos cómodos y seguros.
El “estilo consumista” pide que la satisfacción haya de ser, deba ser, es mejor que sea, instantánea, mientras que el valor exclusivo, el único “uso” de los objetos, es su capacidad para dar satisfacción. Una vez cesa la satisfacción (debido al desgaste natural de los objetos, debido a los conocidos y aburridos que nos resultan, o debido a que hay otros sustitutos en oferta, menos conocidos, que no hemos probado (y, por tanto, más estimulantes), no hay motivo para atestar la casa de cachivaches tan inútiles.
Uno de los regalos de Navidad siempre favoritos de los niños ingleses es un perro (normalmente un cachorro). Al hablar de la grave crisis que atraviesa esta costumbre, Andrew Morton comentaba recientemente que los perros, conocidos sobre todo por su capacidad de adaptación al entorno y a las costumbres humanas, deberían “empezar por reducir su expectativas de vida de quince años aproximadamente a otra cifra más acorde con la duración de la atención en el mundo moderno: digamos unos tres meses” (el tiempo medio que transcurre antes de echar de casa a los perros alegremente recibidos). Un alto porcentaje de gente que pone a sus perros de patitas en la calle “se ha librado de ellos para hacer sitio a otro perro que esté más de moda”[3].
Lo mismo que sucede con los animales mascota pasa con los hombres mascota. Barbara Ellen, una columnista del Observer Magazine, escribe de “plantar a tu pareja” como de algo normal. “Siempre se nos ha dicho que la muerte es una parte importante de la vida. ¿Acaso la ruptura no es igualmente una parte importante de la relación?”[4]. Parece que romper se considera ahora un acontecimiento tan “natural” como lo es la muerte en relación con la vida, ya que las relaciones, una vez codiciadas como pasadizo a la eternidad de humanos mortales, se han vuelto fisíparas y mortales; efectivamente infestadas con unas expectativas de vida muchas veces más corta que la de los individuos que las han formado sólo para volverlas a romper. Otro ingenioso columnista británico sugería que casarse es como “embarcarse en un viaje por mar en una balsa de papel secante”.
Animales o humanos, parejas o mascotas... ¿Importa algo? Todos sirven para lo mismo: satisfacernos (al menos para eso los conservamos). Si no lo hacen, no tiene sentido en absoluto ni, por tanto, razón de estar aquí. Como bien ha sugerido Anthony Giddens, la vieja y romántica idea del amor como elección de una pareja exclusiva “hasta que la muerte nos separe” se ha sustituido, a lo largo del proceso de liberación individual, por un “amor confluente”, una relación que sólo dura en la medida en que (y ni un instante más) satisfaga a ambos miembros de la pareja. En el caso de las relaciones, uno quiere que el “permiso para entrar” conlleve un “permiso para salir” en cuanto uno vea que no hay motivo alguno para quedarse.
Giddens considera que este cambio en la naturaleza de las relaciones es liberador: ahora los miembros de la pareja son libres para irse y buscar satisfacción en otra parte si fracasan al intentar conseguirla o dejan de tenerla en la relación que han puesto en marcha. No obstante, lo que no menciona es que, como el comienzo de una relación requiere el consentimiento de dos y para acabar con ella basta con la decisión de uno solo de sus miembros, toda relación de pareja está condenada a ser blanco constante de la ansiedad: ¿Y qué pasa si el otro se aburre antes que yo? Otra consecuencia que Giddens no advierte es que la disponibilidad de una salida fácil constituye en sí misma un obstáculo formidable para la consumación del amor. Hace que sea mucho menos probable el tipo de esfuerzo a largo plazo que dicha consumación requeriría, que se sea susceptible de ser abandonado mucho antes de alcanzar una conclusión gratificante, rechazado por “no salir mucho a cuenta”, molesto por un precio que uno considera que no hay motivo alguno para pagar, teniendo en cuenta los sustitutos aparentemente más baratos asequibles en el mercado.
Tres meses es como mucho el tiempo máximo que los jóvenes aprendices de la sociedad de consumo son capaces de disfrutar primero y luego tolerar la compañía de sus mascotas. Es probable que perpetúen esa costumbre tempranamente adquirida en su vida posterior, cuando los seres humanos sustituyen a los perros como objetos de su amor. Morton echa la culpa a la reducción del “periodo de atención”. No obstante, se podrían buscar las causas en otra parte. Si nuestros ancestros fueron formados y entrenados, sobre todo, como productores, a nosotros se nos forma y se nos entrena primero como consumidores y luego como todo lo demás. Los atributos que se consideran ventajas en un productor (la adquisición y retención de hábitos, lealtad a las costumbres establecidas, prontitud para demorar la gratificación, estabilidad de necesidades) se convierten en los vicios más impresionantes de un consumidor. Por mucho que siguieran existiendo o se convirtieran en normales, serían el toque de difuntos de la economía centrada en el consumidor.”
BIBLIOGRAFÍA:
GILLES LIPOVETSKY, “El crepúsculo del deber, la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos”, Anagrama, Barcelona, 1996.
GÜNTER GRASS, “Mi siglo”, Alfaguara.
MICHEL MAFFESOLI, “Estamos en la era de los nómades y las tribus”, entrevista del diario La Nación, Buenos Aires, 31 de agosto de 2005.
JUAN CARLOS INDART, Conferencia “El padre y el profesor” en “Lecciones Inaugurales”, Cid, Bogotá, 2004 o 2005.
ALAIN BADIOU, “El siglo”, Manantial, Buenos Aires, 2005.
ZYGMUNT BAUMAN, “Comunidad”, Siglo XXI, Buenos Aires, 2005.
MARCELO GULLO, “Argentina - Brasil, la gran oportunidad”, Biblos, Buenos Aires, 2005.
ZYGMUNT BAUMAN, “Identidad “, Losada, Buenos Aires, 2005.
SLAVOJ ZIZEK, “La suspensión política de la ética”, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005.
CARLOS RAIMUNDI, “Versallles”, Buenos Aires, 2002.
MARTÍN CHAHAB, “La tendencia de los conflictos armados”, CARI, Programa de Defensa y Seguridad, Buenos Aires, 2006.
CITAS:
[1] Richard Sennett, “Flexibilité sur la ville”, Manière de Voir, 66, noviembre-diciembre 2002, pp. 59-62.
[2] Erich Fromm, The Art of Loving, Thorson, 1995, p. vii.
[3] Observer Magazine, 15 de diciembre de 2002, p. 43.
[4] Barbara Ellen, “Breaking up may be hard, but there is no harm in men learning the etiquette”, Observer Magazine, 5 de enero de 2003, p.7.