De Carlos Raimundi para la Tecla Eñe
Carlos Raimundi analiza en este artículo la relación de Argentina y de la región con China, la principal potencia emergente del mundo, en medio de la disputa por la hegemonía con los Estados Unidos.
Presentación
El objetivo de este trabajo es fundamentar por qué no debemos analizar con superficialidad la inevitable relación de la Argentina en particular y de nuestra región en general con China, en medio de su actual disputa de hegemonía con los Estados Unidos. Pero para ello necesito expresar previamente algunos elementos de contexto.
Hace tiempo me interrogo sobre lo engañoso del concepto “Globalización” con que se nombra al modelo de época sobreviniente a la revolución tecnológica y la desregulación financiera de los años ochenta. En la etimología de la palabra reposa la idea de totalidad e integralidad, lo que no coincide con sus resultados concretos, mucho más cercanos a la fragmentación que a la totalidad.
La noción de que la “aldea global” debía ser en su interior interdependiente y estar conectada pluri-direccionalmente, devino en realidad en una relación de dominación uni-direccionada desde los estados desarrollados –en connivencia con el capital trasnacional- hacia los países subdesarrollados. Esto operó una transferencia inversa de recursos, es decir, desde las regiones menos pudientes hacia los países industrializados, de modo de ensanchar la brecha económica, tecnológica y social preexistente.
La idea de espacio único se comprueba únicamente en el plano de la información masiva en tiempo real y de las operaciones financieras. A nivel de las empresas, la libre circulación de capitales y mercancías barrió con las fronteras del Estado, pero sus consecuencias fueron el atraso y la miseria de regiones cada vez más amplias del planeta. En cambio, cuando grandes contingentes de personas se ven afectadas por esa injusticia intrínseca del modelo unipolar y echan mano a la libre circulación para ir hacia lugares donde sentirse menos castigadas, en ese caso sí vuelven a levantarse las fronteras del Estado nación para impedirles el ingreso. Las grandes corporaciones y los políticos que les son funcionales causan la miseria de poblaciones enteras mediante la demolición de las regulaciones estatales. Y cuando ese malestar se generaliza y surgen las migraciones, reaparece el Estado, que antes había desaparecido para consentir la libre circulación de capitales y mercancías. Y lo hace en forma de muros y balsas atestadas de pobres que se hunden en el mar.
Es así que al menos dos tercios de la población mundial no accede a las nuevas tecnologías a las que está asociado el término “globalización”. Esa palabra que por su etimología inspira totalidad, ha traído como consecuencia una mayor segmentación.
Hace treinta años, un artículo periodístico revelaba las expectativas sobre el futuro de un niño estadounidense y de un niño africano. El primero lo soñaba como la posibilidad de apretar un botón para obtener caramelos, helados y juguetes. Para el segundo, el futuro era tener una canilla de donde saliera agua potable. Treinta años después, aquel niño estadounidense tiene la posibilidad de pulsar más botones mágicos de los que hubiera imaginado. El segundo, ya adulto, todavía no tiene agua potable.
Un aspecto favorable de la globalización
Sin embargo, reconozco un saldo favorable. Y es que, al cabo de estas décadas, la mayor velocidad y volumen en la trasmisión de información nos ha acercado a universos culturales de los que estábamos muy distantes. Lejos de la idea de fanatismo con que se pretende asociar a la cultura del mundo islámico y doblegarla así a partir del repudiable concepto de “choque de civilizaciones”, la misma contiene una riquísima historia de conocimientos en álgebra, medicina y muchas disciplinas de las cuales hemos aprendido. Las dos mayores tragedias del siglo XX, el holocausto y las explosiones atómicas son hijas de Occidente, no de la cultura oriental.
Asimismo, hemos aprendido a valorar la cosmovisión de los pueblos que habitaban el suelo americano antes de la llegada del conquistador europeo. Su organización social, sus modos de producción y su sistema de propiedad, sus conocimientos de astronomía, sus expresiones artísticas, su relación con la naturaleza, constituyen aportes extraordinariamente valiosos, como para considerarlos una raza inferior como aún parece pretenderlo la tradición eurocéntrica. Y lo mismo ocurrirá pronto con el enorme aporte –aún desconocido para muchos- que tienen para hacernos las poblaciones africanas.
Dos culturas
En esta línea es que retomo el planteo inicial. Sería negativo analizar la relación de la Argentina y la región con China, la principal potencia emergente del mundo, sólo desde las categorías del pensamiento occidental. Y no tener en cuenta la vastedad de vertientes religiosas y filosóficas, preceptos, tradiciones, escuelas y matices que conforman la particular visión del mundo y de la sociedad de ese pueblo milenario, que es quizás el que más se parece a sí mismo luego de 5.000 años de historia. Las raíces del hinduismo –que se considera a sí mismo como la religión más antigua-, las enseñanzas de los Budas con sus distintas tonalidades, los preceptos de Tao, las máximas de la filosofía de Confucio y el propio sintoísmo proveniente del Japón, son algunas de las matrices que configuran, en distintas dosis, esa cultura, ese modo de organizar la vida familiar y en sociedad, ese modo de subordinarse respetuosamente a una autoridad, a un gobierno central.
Eso hizo que valores como la legitimidad de un poder perpetuo, el deber y el castigo frente al incumplimiento del mismo, la autodisciplina, el respeto por los predecesores, la veneración de las tradiciones, la virtud, la sabiduría, la equidad, la contemplación, el auto-mejoramiento, modelaran un sistema lógico y ético y una sociedad diferente de la nuestra. Las epistemologías son distintas. La noción integradora de la armonía y el equilibrio difieren de la híper-taxonomía de la ciencia moderna occidental, que nos lleva a rebanar un pelo en cinco partes para analizar cada una de ellas desde un campo científico diferente.
Ejemplos actuales
Mi propósito no es adentrarme en esa historia, sino ofrecer tres ejemplos de cómo esa cultura diferente actúa sobre algunos fenómenos presentes.
El primer ejemplo no tiene que ver con China ni con la planificación estatal de la economía, sino con Japón y el capitalismo. Porque allí también se involucra la cultura oriental.
En los años 70, luego de la inconvertibilidad del dólar y la crisis del petróleo, académicos, políticos, economistas y empresarios de los tres grandes centros del capitalismo mundial –EE.UU., Europa occidental y Japón- conformaron a instancias del asesor estadounidense Zbigniew Brzezinski la llamada Comisión Trilateral. Entre otras funciones, estaba abocada a diseñar un nuevo modelo de producción capitalista capaz de sortear el impacto del aumento del petróleo. Y en esa línea adjudicó un área de influencia a cada uno de esos centros de poder: a los EE.UU., además de la supervisión general, le correspondería prioritariamente el área de las Américas, a Europa le correspondería África y Medio Oriente, y a Japón, el sudeste asiático. Al cabo de los años, la situación de cada una de esas áreas estuvo a la vista: América latina, África y Medio Oriente acabaron sumergidas en la pobreza, pero, en cambio, el Sudeste asiático progresó ostensiblemente.
Eso lo atribuyo centralmente, más allá de la multi-causalidad que poseen estos procesos, a la particular adecuación de las reglas del capitalismo japonés a sus raíces culturales. Se trata de una diferencia que en los años 90 trató Michel Albert en su libro “Capitalismo vs. capitalismo”, fundada en una sociedad con más apego a los consensos, la cohesión social, los emprendimientos colectivos y los acuerdos de largo plazo entre empresarios, trabajadores y consumidores. A lo que debe agregarse un trato similar hacia los grupos de países y regiones que tomarían la posta del Japón a medida que éste, como país rector del sistema, accediera a nuevos estadios de su producción tecnológica. De los electrodomésticos a la electrónica y la industria automotriz, luego de ésta a la microelectrónica, los micro-chips y los semi-conductores, más tarde a la tecnología digital, la nanotecnología, y así sucesivamente. Así avanzaron primero Taiwán, Hong Kong, Singapur y Corea del Sur, y luego Malasia, Tailandia, Indonesia y Vietnam. Y es un hecho que los pueblos de la península indochina tienen hoy un nivel de vida significativamente superior al de varias décadas atrás, hecho que no se evidencia en las otras áreas de influencia del capitalismo mundial.
Yendo a China específicamente, es necesario decir que la incorporación de grandes volúmenes de capital privado y de determinadas reglas propias de la economía de mercado, no implica que debamos identificarla con el desenfreno por la maximización de la ganancia individual propia del capitalismo financiero globalizado, como matriz organizadora del sistema. Tanto su desarrollo interno como su inserción en el sistema internacional están detalladamente planificadas y controladas por el Estado. La política disciplina al mercado, y no a la inversa.
Las multinacionales radicadas en China, tentadas por la magnitud del mercado, deben cumplir estrictas reglas de transferencia de tecnología en favor del país anfitrión y sujetarse a una participación mayoritaria de capital estatal. De este modo, sumado al desarrollo de su sistema tecnológico y de universidades públicas del cual egresaron en 2019 más de 7 millones de profesionales, entre técnicos, físicos, ingenieros, investigadores, informáticos, etc., China hoy lidera la tasa de crecimiento en la producción y aplicación de las tecnologías de punta, con alta calidad y competitividad de sus empresas.
Es decir que China encabeza el proceso mundial de automatización y robotización de su producción de punta. Sin embargo, ha roto el mito capitalista occidental de que la robotización conlleva necesariamente a la precarización y desaparición del trabajo humano. Las tasas de desocupación son ínfimas en China, porque la necesidad de dar trabajo digno a las personas no es una cuestión tecnológica, sino ideológica y política. Recordando el ejemplo que utilicé más atrás en este mismo trabajo, ¿cómo se siente hoy un habitante de China al que hace treinta años le hubieran preguntado cómo se imaginaba el futuro?
En la Argentina, 1949 fue un año de esperanza. El Presidente Perón presentaba ante el 1er Congreso Internacional de Filosofía de Mendoza el modelo de la Comunidad Organizada, se sancionaba una Constitución colmada de derechos sociales y Eva Perón fundaba el Partido Peronista Femenino, en medio de una etapa plena de crecimiento y distribución de la riqueza. En China, en cambio, Mao se hacía cargo de 800 millones de vidas de campesinos sin tierra, hambrientos, enfermos y analfabetos. En 1949 parecía mucho más alentador el futuro de las y los argentinos que el de aquel país hundido en la miseria. Sin embargo, 70 años después la evolución de cada uno no fue la podía suponerse. En la Argentina pasaron 27 presidentes, en tanto China tuvo tres grandes liderazgos, más allá de otras presidencias que no fueron tan relevantes en términos históricos: Mao Tse Tung, Deng Xiaoping y Xi Jimping. Lo cual acredita nítidamente que el principio occidental de los mandatos cortos de la política no son “per se” una garantía de progreso social. Una prueba más para no creernos portadores de principios políticos que deban ser impuestos a los pueblos en nombre de su pretendida pero no confirmada validez universal.
Por otra parte, no obstante su mayor presencia en los acuerdos comerciales y el multilateralismo –del cual los EE.UU. se están retirando- China se ha mostrado objetivamente más favorable en la geopolítica mundial a dos valores indispensables para el desarrollo de nuestra región y de la Argentina: ruptura de la unipolaridad y preservación del concepto Estado. Esta mayor implicación de China sitúa al mundo en un contexto diferente al del orden unipolar del neoliberalismo y la aspiración de éste de una gobernanza global de los grandes capitales, para barrer con los Estados. Por el contrario, favorece un mayor balance de poder. Y, al mismo tiempo, en los organismos internacionales China se ha pronunciado siempre en favor de la soberanía estatal en las situaciones que atraviesan Corea del Norte, Irán, Siria, Palestina o Venezuela.
Corolario
Sin abrir un juicio de valor definitivo sino sólo planteándolo como hipótesis, creo que la mayor incidencia de la China actual sobre el mundo no es comparable linealmente con el sistema de dominación del eje nor-atlántico que ejerció su hegemonía durante los últimos cinco siglos. Y lo hizo entablando una relación colonial, a partir del concepto europeo de ´modernidad´.
La línea de tiempo de esa relación colonial que subordinó financiera y culturalmente a nuestra región primero con la corona británica y luego con el imperialismo estadounidense, se posa, muy a grandes rasgos, sobre la lógica aristotélica, el racionalismo cartesiano, luego kantiano y más tarde de Hegel; sobre la ilustración de Voltaire y la ciencia política de Rousseau y Montesquieu; sobre la física de Newton, el liberalismo económico de Smith y Ricardo; sobre la obsesiva defensa de la propiedad privada de la Constitución estadounidense; y sobre el positivismo que asoció el progreso a la veneración de la ciencia y la técnica y desembocó en la revolución industrial del siglo XIX con su consecuente estela de explotación neocolonial, meramente utilitarista y despojada de toda valoración ética y social.
No digo que sea mejor ni peor, digo que es diferente. No digo que debamos asimilarnos, porque somos diferentes. Desde nuestra tradición religiosa hasta nuestra estética y nuestros derechos laborales, somos diferentes. Sólo digo que no debemos imponer nuestras categorías como si fueran universales, ni ponderar como negativo algo que en aquellas culturas puede no serlo tanto. En definitiva, creo que debemos comprender y dialogar sin prejuicios. Y aceptar el peso específico que China se ha ganado para incidir sobre el mundo.
En todo caso, el mejor camino para evitar el peligro de una nueva colonización, el desafío, es encarar esa relación desde la unidad más compacta posible del bloque latinoamericano. Otro motivo principal para seguir dando impulso a una renovada, multidimensional y más sólida arquitectura de integración regional.
Buenos Aires, 13 de junio de 2020
Publicación original en La Tecla Eñe