Opinión. DEBATE.
El problema de la oposición no es que esté dispersa, sino que no ha sabido construir una fuerza política y social que inspire confianza.
En muchos casos, el Gobierno se torna enemigo de sí mismo, al desaprovechar el inmejorable marco de condiciones para dar un salto hacia el despliegue económico, social, institucional y moral de la Argentina. Es increíble la miopía que demuestra para situar temas cruciales como la energía y la inflación como políticas de Estado, de modo de sustraerlas de lo electoral.
Dista mucho de ser una opción de centroizquierda como pretende. Pero también debe decirse que no se trata de una coalición neoliberal tan homogéneamente perversa como la de los años 90. Desde la oposición, no se trata de regocijarse con una inflación mayor a la que marca el INDEC, sino de trasmitir cómo contener el desborde de precios sin enfriar el crecimiento económico.
Está claro que el Gobierno se apoyará demagógicamente en la distribución social de una pizca de superávit. Pero también existe el riesgo de que la oposición resulte, por acción u omisión, funcional a los conocidos intentos del poder de exacerbar la crispación social con cortes de servicios, corridas de divisas y precios, desabastecimiento, inseguridad.
Me resisto a optar entre la demagogia con desprecio institucional y un liberalismo devenido a último momento en republicano. Creo, más bien, en la construcción de una síntesis racional entre el desarrollo social y la calidad de las instituciones, aunque esa batalla cultural demande un tiempo más dilatado que el cronograma electoral.
Constituirse en alternativa profunda a este Gobierno no reside en el pragmatismo electoral, sino que requiere una coherencia, de modo de inspirar en el pueblo la sensación de que, una vez en el gobierno, haríamos las cosas mejor. Esa es la diferencia entre ser opositor y ser alternativa.
Un éxito electoral, si procura un verdadero cambio de valores, debe plantear una profunda batalla cultural y no caer en las tentaciones del relativismo ideológico. Esto no significa no querer ganar, sino que para ganar hay que construir con mucha consistencia, aunque ese proceso demande una, dos o tres elecciones. Pretender ganar antes de consolidarnos como alternativa nunca fue nuestro camino.
El problema de la oposición no es que esté dispersa, como piensan algunos. Sino que no hemos construido una fuerza política y social homogénea y consistente. Sólo se llegará a ser mayoría desde la homogeneidad de las concepciones, pero no se logra homogeneidad desde la simple acumulación numérica.
El próximo 28 de octubre marcará el principio del fin de las construcciones partidarias que giran en torno de líderes con rating, y que por ello terminan sometidas a los vaivenes narcisistas de éstos. Es necesario, en cambio, fortalecer nuevos espacios políticos basados en una práctica colegiada de toma de decisiones, como contribución a un sistema de partidos más institucionalizados, más previsibles, más coherentes, y menos pendientes de lo carismático.