El discurso de la presidenta de septiembre pasado, por memorable, merece ser recordado: combina razonabilidad con realismo.
Intencionalmente, pospuse la escritura de estas líneas para dilucidar si, pasadas unas semanas, el discurso de Cristina Fernández de Kirchner ante la Asamblea de Naciones Unidas me resultaría tan conmovedor como en el momento de escucharlo en directo. Me propuse releerlo, para no quedarme con la versión de los diarios del día siguiente o con la sensación que causa la información de un noticiero. Cuando un hecho político nos llega a través de la radio o la TV, pierde la perspectiva propia de aquellos que son leídos en los libros de historia o que extraemos de los archivos. Como aquel memorable mensaje de Ernesto Che Guevara en la ONU, en diciembre de 1964. Pero hay otros hechos que, pese a que somos contemporáneos de ellos, también adquieren dimensión histórica. Tal es el caso del reciente discurso de nuestra presidenta.
Una condición para un discurso memorable es que no se limite a expresar sólo cuestiones de coyuntura. No es que deban estar ausentes, todo discurso político se basa en hechos de la realidad. Pero una cosa es expresarlos desde la mera crónica, desde la anécdota, desde la conclusión inmediata. Y muy otra es hacer lo que Cristina hizo: abordarlos desde los valores en que dichos hechos se asientan y expresar, a partir de ello, una mirada estratégica sobre cuáles son los ejes fundantes de una nueva organización de la convivencia a nivel mundial.
Además, un discurso no sólo es lo que dice su texto, sino que trasunta cualidades del emisor que refuerzan su credibilidad y su coherencia. Sólo se le puede pedir claridad a otros líderes políticos desde un mensaje claro; sólo se puede exhortar valentía a la dirigencia mundial desde una actitud personal valiente. Así, valientes, claras, estratégicas, fueron las palabras de Cristina.
Lo primero que hizo fue expresar su solidaridad –y con ella la de todo el pueblo argentino– con las víctimas de un atentado ocurrido en Kenia, pocos días antes. Pero de ese hecho puntual sacó a relucir la autoridad moral de la Argentina en el tema, por haber sido objeto de dos terribles atentados terroristas, y aprovechó para sentar una doctrina, haciendo la distinción entre aquellos que se preparan para la guerra, y aquellas víctimas inocentes que no habían decidido participar de acción bélica alguna, sino que eran simples ciudadanas y ciudadanos dispuestos a afrontar sus vidas cotidianas.
Una distinción que no es un fin en sí misma, sino un camino para denunciar, en su propia casa y frente al rostro mismo del Imperio, que no es lo mismo condenar un atentado desde una actitud pacifista como la de nuestro país, que desde la incoherencia de una potencia, que, por un lado condena el uso de armas químicas, pero a su vez carga en sus espaldas con dos explosiones atómicas (la primera de ellas un 6 de agosto, el mismo día en que, 68 años después, Cristina rechazó la intervención bélica en Siria mientras presidía el Consejo de Seguridad de la ONU), la desfoliación de la selva indochina y la muerte de miles de seres humanos con napalm. "¿Qué diferencia hay entre un muerto por una metralla o por un misil, que por un arma química?", se preguntaba la presidenta argentina. A no ser que denunciar armas químicas tenga por objeto denostar a un Estado para invadirlo con armas convencionales, y sostener así el colosal complejo industrial y financiero del comercio de armamentos, que tanto dinero aporta al sistema estadounidense…
Denunció en su casa y frente al rostro mismo del Imperio, el doble estándar de pretender controlar el desarrollo nuclear de otros Estados soberanos, siendo los EE UU los únicos que lo utilizaron para cargar con cientos de miles de vidas humanas, y que poseen arsenales nucleares capaces de destruir varias veces la Tierra. Cristina lo hizo desde la coherencia y la contundencia de ser la Argentina un país con desarrollo nuclear, pero que lo utiliza sola y exclusivamente para fines pacíficos.
¿Desde dónde sostienen los EE UU la prerrogativa de creerse autorizados a imponer la democracia en el mundo, siendo quienes han instigado, financiado y sostenido las más sangrientas dictaduras? ¿Desde qué consistencia moral se consideran acreditados para imponer la justicia, quienes no adscriben a la Corte Penal Internacional? Y no sólo no adhieren a ella, sino que le prohíben expresamente, por ley de 2002, extraditar a ningún estadounidense. ¿Desde qué coherencia ética convocan al multilateralismo cuando les conviene, y cuando no obtienen el respaldo suficiente de otras naciones, echan mano a su poderío individual? O se está con el derecho como límite de la fuerza, o se está con la fuerza para someter al derecho.
¿No es también una muestra aberrante de doble estándar controlar militarmente a pueblos subdesarrollados bajo la excusa de combatir el narcotráfico, y ser a la vez el país primer consumidor de drogas, y el principal lavador de dinero del mundo? ¿No es el debido proceso un avance civilizatorio de occidente? ¿Desde cuál autoridad se pretenden imponer, entonces, los valores de occidente, de parte de quienes asesinan líderes en operativos-comando y los degüellan o arrojan al mar sin someterlos a las mínimas garantías procesales? Y esto no significa consentir la conducta de aquellas personas asesinadas, sino ser consecuentes con los valores de la civilización. ¿No es la Argentina un ejemplo de haber aplicado y respetado en el juzgamiento a los genocidas, los principios procesales del modo más absoluto, y sin que corriera una gota de venganza?
La razonabilidad fue otro valor constante en el mensaje presidencial. Cuando abogó por el diálogo sobre Malvinas que el derecho internacional le impone al Reino Unido, y que este jamás respetó. Cuando reclamó con firmeza a Irán que cumpla el acuerdo firmado. Aquí, la presidenta argentina combinó razonabilidad con realismo, desde el momento que fundamentó el acuerdo desde la realidad de una causa estancada luego de 19 años. Pero, además, se preguntó algo tan simple y tan despojado de cualquier especulación, como: "Si hay cinco acusados iraníes, con los únicos que puedo y tengo que hablar para que el juez pueda tomar una declaración es, obviamente, con la República de Irán." Además, dijo: "(…) no firmamos un tratado sobre armas nucleares, ni para atacar Occidente. Simplemente un acuerdo para destrabar la cuestión procesal."
Y terminó como empezó. Haciendo alusión a las víctimas. En este caso, no de las armas, sino de la pobreza, de la falta de educación. "Somos víctimas de esas reglas no escritas de los lobistas, de las calificadoras de riesgo, de los derivados financieros…", "los millones de argentinos que recuperaron el trabajo, que volvieron a tener esperanza, los científicos que retornaron al país, los chicos que volvieron a tener educación, no tienen por qué pagar la fiesta de los lobistas que ponen plata en los políticos de aquí". Y, en el mismo sentido, conjugando la cuestión financiera con la exhortación a la paz, señaló: "En momentos de necesidades humanas apremiantes, el gasto en armas continúa siendo absurdamente elevado, corrijamos nuestras prioridades, invitamos en la gente en lugar de desperdiciar miles de millones en armas letales."
En el mismo momento en que un fallo internacional condena a la Argentina en favor de los fondos buitre, muy lejos de amilanarse como lo hicieran otros gobernantes ante acechanzas tal vez menos graves del poder internacional, Cristina Fernández de Kirchner tuvo la valentía de decir estas verdades. Verdades, que, dichas en la sede misma del capitalismo mundial, se convierten en ejes de una nueva organización de la convivencia humana. Hace casi 50 años, un argentino, Ernesto Che Guevara, instaba ante el mundo a la construcción del Hombre Nuevo. Hoy, en otro discurso memorable, una argentina sentencia, desde la misma tribuna: "Nuestra obligación como dirigentes globales es construir una historia diferente en serio."
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